«En este momento,
tengo la sospecha personal de que el universo no sólo es más extraño de lo que
suponemos, sino más extraño incluso de lo que somos capaces de suponer» John
Burdon Sanderson Haldane
A veces me siento en
un banco del parque y dedico mi tiempo a intentar proponerme esas preguntas que
un día quise que alguien me respondiera, incluso que me planteara y que,
generalmente, casi nadie cree que tengan respuesta. Lo hago pensando, sobre
todo en mi hijo, en esa necesidad nueva casi agobiante a la que me he rendido y
que tiene que ver con el deseo de ser un buen padre, un buen guía; una
referencia fiable y veraz para ese camino de aventura que Iván apenas acaba de
comenzar. Sé que en algún momento habrá que afrontar la misma pregunta que el
ser humano se hace desde el principio de los tiempos.
— Pero papa, papa…
¿Quién es Dios…?
—
¿Quién…?
— Dios…
¡Papá…! ¿Es que no lo sabes?
— Hijo… No, no lo sé… sé que te va a sorprender, ya lo
sé… pero papá no lo sabe todo, dímelo tú.
— Pero
papá, tú siempre lo sabes todo… ¿no?
—
Cariño… Papa no sólo no lo sabe todo, en realidad es que no sabe nada. Hasta
ahora tus preguntas casi siempre han tenido alguna respuesta, pero estás
empezando a hacerte mayor, hijo. Tienes apenas siete años y ya sabes plantear
la pregunta que ha hecho que el ser humano se haya estancado durante milenios,
llegando incluso a matar por la exclusiva de esa respuesta.
Yo creo que el
problema del ser humano es que le falta humildad para reconocer que, no es que
no tenga las respuestas que busca, sino es que ni siquiera conoce las
preguntas. Tenemos tendencia, los que creemos en la nimiedad de nuestra
existencia, a intentar ubicarnos espacialmente comparándonos con la inmensidad
cósmica, es decir: soy un ser vivo que ejerce como ser humano en un planeta
donde convive con otros cuantos millones de seres humanos y unos cuantos miles
de millones de seres de gran variedad, todos englobados en un pedrusco que
tiene unos 40.000 kilómetros de diámetro y que a su vez no es más que un
pequeño planetita que se encuadra en el sistema solar. Este a su vez se
encuentra ubicado en una de las miles de millones de galaxias que forman el
universo y que llamamos vía láctea. Las distancias que hay que afrontar para recorrer
de lado a lado este conglomerado de estrellas, pequeñísimo fragmento del cosmos,
son de unos 100.000 años luz, es decir: si lográramos alcanzar la velocidad de
la luz, lo cual es imposible como ya enunció Einstein en su archifamosa teoría
de la relatividad, tardaríamos todos esos miles años en cruzar por completo la
distancia total del diámetro de nuestra minúscula galaxia.
Bueno… ya empezamos a
marearnos un poquito, claro. Pero es que cada una de los miles de millones de
estrellas que forman esa galaxia (unos 1012 para los más curiosos, o
sea 1.000.000.000.000 o también un billón o un millón de millones) no es más que un
pequeño sol que a su vez forma sistema propio con sus respectivos planetas
girando eternamente sobre su masa. O sea millones y millones de pedrusquitos
girando eternamente alrededor de un sol similar al nuestro, y de los que apenas
tenemos información fiable. Probablemente nunca tendremos ya no la seguridad,
ni siquiera algún indicio de que en uno de esos «cacho piedra», exista algo
parecido a la vida que disfrutamos en este planeta. Y eso solo en nuestra
querida vía láctea.
— Pero
papá, yo te he preguntado quién es Dios, y me estás dando una charla que…
— Si
cariño, pero la pregunta que deberíamos respondernos es quién somos nosotros, y
es la que voy a intentar responder, luego hablaremos de ese tipo, ¿ok…?
—
Vaaale, pero… ¿Es que existen otras personas viviendo en el espacio?
— No lo
sé, nene… no lo sé, es posible que si…
Porque resulta que
esta galaxia en espiral tan mona solo es una de las cien mil millones de
galaxias que hemos (hemos… el ser humano, claro) podido ubicar en lo que llamamos
universo observable y que suponemos una diminuta porción del universo real… o
sea suponemos, porque todos los adelantos técnicos con telescopios electrónicos,
aparatos de radiación electromagnética, control de rayos cósmicos y su puta
madre solo nos dan la referencia de que esta pequeñísima zona de referencia podría
tener un diámetro de unos 93 mil millones de años luz. O sea, como he dicho
antes 93.000 millones de años viajando a la velocidad de la luz. Da tiempo para
vivir unas cuantas experiencias, digo…
Vale, una vez
ubicados… ¡Ejem…! digo… una vez ubicados, ahora se me ocurren unas cuantas
reflexiones, no ya preguntas, reflexiones, y las voy a plantear.
Si observamos con un
telescopio una gota de agua, veremos a simple vista unos pequeños
microorganismos moviéndose agitadamente. El tamaño de ese bichito es a la
tierra bastante más grande que lo que la propia tierra es al universo observable
–también llamado horizonte cosmológico…- o sea, no voy a decir que seamos nada,
pero muy poquito… pero muy poquito muy poquito.... Al fin y al cabo esa
molécula es un ser vivo, ¿no…? Un ser humano… es más complejo, eso sí, pero
poco más. Pero es que si nos ponemos a investigar un poquito resulta que ese
microorganismo es enorme en relación con sus compuestos químicos. Por no meter
mucha caña al cerebro dejémoslo en que su masa se compone de elementos químicos
ya conocidos por la mayoría como el hidrógeno, oxigeno, etc… que a su vez son
formados por otros más pequeños: los átomos. Resulta que los átomos se componen
a su vez de protones, electrones y neutrones cuya masa viene a ser unos 1,6×10-27
kg, o sea… ponte a poner ceros pero a la inversa… más que los ceros que hacen
falta para enumerar las estrellas de nuestra galaxia.
¿Puede haber algo más
pequeño? Pues si… estas partículas subatómicas están compuestas a su vez de
otras aún más pequeñas que la física cuántica ha llamado quarks y que, junto a
los leptones, son los componentes fundamentales de la materia. El cálculo de su
masa es complejo y nos llevaría a explicaciones demasiado técnicas pero
dejémoslo en que son tan pequeños que solo pueden intuirse, más que observarse,
en experimentos con acelerador de partículas. Y seguimos encontrando cosas más
pequeñas a pasos agigantados. Es decir que la física cuántica -que es como se
llama la física de las cosas pequeñiiiiitas- parece decirnos que estamos en el
centro de un caos infinito…. y que al igual que el universo, parece no tener
fin…
— Papá,
¿pues si hay tantos planetas y puede que haya gente viviendo allí, porque no
cogen un cohete y vienen a vernos?
Bien… teniendo en
cuenta la teoría de Einstein sobre la velocidad de la luz, si un hipotético
observador cósmico -como el principito, por ejemplo- estuviera observando desde
el sol un cohete enviado desde la Tierra viajando, por supuesto, a la velocidad
de la luz, vería un pequeño destello recorriendo muy despacito el espacio hacia
el firmamento, es decir… tardará un «ua» -que corresponde a ocho minutos y 32
segundos luz y que es la unidad astronómica de distancia actualmente- en
alcanzar el sol. Pero ¿cuánto tardaría en llegar, por ejemplo si el principito
observara ese hipotético transporte desde un planeta situado fuera de nuestra
galaxia? Podemos decir que para lo que nosotros es una velocidad infranqueable
para el cosmos es una unidad de medida ínfima. Por eso en astrología se
utilizan otras unidades de medida como los pársecs, kilo pársecs o mega
pársecs, que bueno… son la caña de grandes. Pero es que esa distancia es la
misma a la inversa y me explico.
Si ese cohete pudiera
viajar a esa velocidad (que no puede), tardaría miles de años en llegar a la
tierra, es decir: que sus tripulantes llegarían un poco viejitos, pero lo más
curioso es que las imágenes si pueden viajar a esa velocidad –o a una muy
cercana y que depende del medio en que se propaga-, ya que no son más que haces
de luz. Por lo tanto lo que hemos podido observar en esos súper sofisticados
aparatos astronómicos, y que es nuestra referencia del universo, es lo que está
sucediendo por aquellos lares hace la friolera de 50, 60 o 70 mil años de
nuestros días. ¡Joder! Es que ni siquiera tenemos ni puta idea si lo que creemos
estar viendo ni siquiera existe ahora mismo. No te digo todo lo que ha podido
suceder en todo ese tiempo y que tendremos que esperar pacientemente que
suceda, no nosotros sino nuestros tatatatatatatatra (elevado a la ni se sabe)
nietos. Vamos… una paranoia.
— ¡Pero
papá…! Existe Dios o no existe… déjate de chorradas.
— Ya
voy, ya voy… espera un poquito más, ¿vale…?
—
Vaaaaale… ¡ay…!
Dicen los científicos
que la edad del universo es de unos trece mil setecientos millones de años
13.700.000.000 del ala… bueeeeno. La Tierra viene a tener entre unos 4.440 y
4.551 milloncitos de nada… vamos, una chavala. El ser humano desarrollado, con
una capacidad cerebral completa tal como la disfrutamos ahora aparece hace unos
120.000 años. Las primeras manifestaciones artísticas aparecen en el
paleolítico superior entre el año 35.000 y el 10.000 a.c. Es decir; que la
cultura humana tiene unos 20000 años de antigüedad si podemos llamar cultura a
unas pintadas rollo grafiti en una cueva o a unas rudimentarias figuras esculpidas
toscamente a base de golpes, cascote duro contra blando.
Para hacernos una
idea si comparamos la edad terrestre con un año humano, es decir… si suponemos
que la tierra nació un 1 de Enero podríamos decir que los mamíferos aparecieron
sobre Septiembre. Las glaciaciones famosas que acabaron con una ingente
cantidad de seres vivos sucederían sobre mediados de Diciembre y el ser humano
aparecería sobre la Tierra el 31 de Diciembre a las 23:45… o sea que la cultura
escrita tendría… pues unos 10 segundos. Esto no lo digo yo, lo dice Carl Sagan
en su trabajo sobre el cosmos que divulgó a través de videos y un maravilloso
libro ya hace unos años. O sea que no me invento nada.
La cultura humana en
comparación con la edad terrestre viene a tener unos minutejos de nada, vamos…
lo que tardo en fumarme un Winston. Es lo que hay. Pero si flipamos un poco más
y teniendo en cuenta que el invento de la imprenta sucedió hacia el año 1450 de
nuestro calendario, el libro… y por tanto la difusión universal del conocimiento
tiene apenas un segundito con respecto a la edad terrestre. Ni digamos con
respecto al origen del universo. ¡Ja…! Es que entonces nuestra cultura, es
decir: lo que somos en esencia con respecto a la edad del universo no es ni diezmillonésimas
de segundo. Nada.
Una hipotética
biblioteca completa del saber universal está calculado que debería tener tantos
millones de volúmenes que acumularían aproximadamente 1014 bits de
información en palabras y un poco más, 1016 en cuanto a las imágenes
se refiere. Esto denota que, aunque fuéramos capaces de leer un libro por
semana, no alcanzaríamos a conocer más que el equivalente a conocimientos de
unos cuantos miles de libros en toda una vida. Y eso suponiéndonos una inteligencia
y capacidad asombrosa para la retentiva y la asimilación de información. O sea
que el tipo más listo de la historia de la humanidad, y que para ser justos
debería vivir hacia nuestros días, más que nada para disponer de toda la
información posible sobre nuestra cultura y el saber acumulado, sabe menos que
D. Pepe leches… es lo que hay. Sería absolutamente incapaz de conocer más que
un porcentaje ínfimo de nuestro saber y prácticamente nada sobre el origen y
creación del universo, porque eso es exactamente lo que sabemos… nada.
— Joo,
papi…. ¡que pesao…! ¿Qué significa todo esto…? ¿A dónde quieres llegar?
— Ya
cariño, ya… ya termino. A ver: Tú qué crees. Todo este lio, ¿cómo se ha
formado…? ¿Solo…? ¿Alguien diseño todo esto…? ¿Tú qué opinas?
— Yo,
yo… no lo sé. Dios, supongo… es lo que dice Pablito en clase… su papá si lo
sabe.
— Ya…
¿Y cómo lo sabe su papá?
Voy a
evitarme la respuesta del futuro Iván, más que nada porque todo esto me lleva a
una situación que seguro que molesta a más de uno, y no es mi intención faltar
al respeto, -al contrario, por cierto, de la mayoría de los argumentos que se
esgrimen en contra del ateísmo-. Me limitaré, de momento, a plantear una
reflexión que en un momento dado hizo uno de los mayores genios de la filosofía
de todos los tiempos, aunque es más conocido por sus estudios en psiquiatría:
«Sería muy bonito si
hubiera un Dios que creó el mundo y una providencia benevolente, y un orden
moral en el universo, y vida después de la muerte; pero resulta muy llamativo
que todo esto sea exactamente como desearíamos que fuese.» Sigmund Freud
Pues si «Sigi», sí
que sería bonito. De hecho dan bastantes ganas de sumarse al enorme conjunto de
personas que, de una forma u otra, se dejan llevar por una de las respuestas
más sencillas y que parecen más obvias de la historia del conocimiento y de
paso apuntarse un puntito en el famoso dilema que planteó Pascal:
Ante la «creencia en Dios» tengo
cuatro opciones:
Si creo en Dios y no existe, tras mi
muerte no pierdo ni gano nada.
Si creo en Dios y existe, gano la vida
eterna.
Si dudo de Dios y no existe, no gano
ni pierdo nada.
Si dudo de Dios y existe, me gano una
tortura eterna en el infierno.
Posibilidades
para el que cree
O vida eterna, o nada.
Posibilidades
para el que duda
O nada, o tortura eterna.
Bueno… pues parece
claro. Toó quisque a creer en Dios, que es lo más inteligente. De esa forma
evito unos cuantos problemas además en cuanto a mis relaciones con el entorno
que nos ha tocado vivir, evidentemente religioso… Cuidado, que no digo
católico, sino religioso o como se han preocupado de agenciarse, un poco «por
el morro», los defensores de un ente divino, ya sea personal o etéreo (energía,
gnosis, magia etc…): espiritual. Porque, claro… parece que los que tenemos
serias dudas sobre la existencia de Dios no tenemos un sentido espiritual de la
existencia. Ahora lo que toca es una frase muy reveladora de un tal Albert
Einstein, al que se le asignó durante mucho tiempo la etiqueta de creyente y
que en una entrevista negó la mayor y comentó:
«No creo en un Dios
personal y nunca lo he negado, por el contrario, lo he expresado claramente. Si
algo hay en mí que puede ser llamado religioso es entonces la admiración sin
límites a la estructura del mundo hasta donde la ciencia ha podido revelarnos
por el momento». Albert Einstein
—
Perdone joven pero se está usted olvidando de lo más importante: la fe.
— Ya…
no sé quién le ha dado vela en este entierro, pero sea bienvenida. Voy a
intentar razonar mi respuesta.
— No,
no... El corazón y la fe tienen caminos que la razón ignora.
— Bien
traído, bien traído… sobre todo porque esa cita es precisamente de Blaise Pascal,
aunque ligeramente «tuneada».
— Papá…
¿quién es esta señora?
— Se
llama conciencia, hijo. Vamos a ver:
— Pe…
pero… yo no la veo, papi. Te la estás inventado…
—
Bueno… si, es verdad… me estoy inventando su voz, pero te aseguro que está ahí,
créeme. Tienes que tener fe
— ¿Fe?
— Si
cariño… ¿te acuerdas del hombre invisible?
— Siii
papi, pero eso es de niños pequeños. Me acuerdo que hablábamos con él, y que
cantaba…
—
Bueno. Pero tú te lo pasabas bien. Y te lo llevabas al cole. Te gustaba que se
quedara contigo porque te daba seguridad ¿te acuerdas?
— Si
papá, pero ahora soy mayor. Ya no veo al hombre invisible, sabes…
— Claro
cariño, pero hay muchos niños que lo siguen viendo. El no ha desaparecido,
sigue haciendo su trabajo.
«No es que yo no crea en Dios, es que no sé qué es
Dios, y el que cree tampoco lo sabe.» Fernando Sabater
Lo primero que sorprende cuando hablas
con un teísta, generalmente asociado a alguna de las religiones abrahámicas,
-en concreto y en mi experiencia cristianos- es el poco conocimiento que
demuestran hacia su propia religión, hacia su origen y evolución. Las
religiones abrahámicas tuvieron su origen en la edad de bronce y evolucionan a
partir del Antiguo Testamento. No es mi intención desglosar paso a paso el
camino andado, pero basta con reseñar que comparten un Dios único, un libro
sagrado (El Corán para los musulmanes, La Biblia para los cristianos y La Torá
para el judaísmo) y unas precisas reglas de comportamiento que exigen un
compromiso estricto para con su religión.
También deberíamos recordar que la más
antigua de las religiones, y claro ancestro de las otras dos, es el judaísmo,
que resalta por la crueldad de su Dios su obsesión por las restricciones
sexuales y morales, un machismo inaceptable y la exclusividad en la elección de
su tribu. Más adelante, en plena ocupación romana aparece el cristianismo,
fundada por Pablo de Tarso como una secta monoteísta del Judaísmo. Mucho más
tolerante asume como doctrina la figura de Jesús, un predicador judío que fue
crucificado por razones políticas en el Jerusalén de Poncio Pilato. Todo lo que
se conoce sobre él, incluida su palabra, es a través de los evangelios, que
fueron escritos al menos 30 años después de su muerte. Por último Mahoma y sus
seguidores fundaron varios siglos después el Islam, que se caracterizó por la
vuelta al monoteísmo más estricto, aunque aceptó curiosamente la palabra de
alguno de los profetas de origen judío más importantes, como Jesús, Abraham,
Noé, Moisés o Salomón.
Bueno… desmontar de algunos plumazos
la pléyade de absurdas ordenanzas, reglas, leyes y códigos que se plantean en
cada uno de los libros sagrados es una labor ingente, aunque sorprendentemente
sencilla. No es mi intención aburrir al lector en un ejercicio que,
probablemente ya hemos hecho casi todos así que voy a centrarme en intentar
razonar mi postura al que, al contrario que yo, cree en un Dios único que
trasciende la pertenencia a las diferentes sectas que aún mantienen su
influencia cultural y política.
Lo primero que quiero rechazar de
plano es uno de los argumentos que se suelen utilizar en contra de la
religiosidad y con el que no puedo estar de acuerdo. Es echar tierra sobre mi
tejado, pero me parece un poco injusto el resultado al que parece que han
llevado algunas investigaciones y que revela una relación directa entre la
falta de inteligencia y el fervor religioso. Puede que esos estudios tengan
algún valor desde el punto de vista estadístico, pero me temo que esos datos
puedan tener cierta tendenciosidad y mala baba. Durante la historia de la
humanidad han existido grandes científicos, pensadores y políticos muy
religiosos con una inteligencia por encima de la media… no creo que ese sea un
argumento. Algunos incluso, como por ejemplo Isaac Newton, ferviente religioso,
podría incluirse entre los 3 o 4 mayores genios de la ciencia moderna, con
Einstein y Leonardo da Vinci. Lo lógico es tener en cuenta también factores
socio-culturales e incluso cronológicos… no es lo mismo haber nacido en el
siglo VI que en nuestra era, así como no es igual un estudio de este tipo
realizado en EEUU, por ejemplo, que en Ruanda… por decir un país africano.
Lo que sí que parece bastante evidente
es que las religiones han aprovechado la falta de conocimiento e información
como el caldo de cultivo ideal para su propagación. De hecho durante siglos en
Europa se han preocupado de mantener bajo control todo lo relacionado con el
saber hasta el punto de que los pequeños avances en la ciencia durante una gran
franja de nuestra historia los dieron los que tuvieron las fuentes del
conocimiento a su alcance, es decir: los religiosos, eso sí… siempre bajo
amenazas de todo tipo por parte de la iglesia correspondiente. Los ejemplos son
muchísimos pero quizás los más conocidos son los de Keppler o Galileo por su
enfrentamiento directo con la iglesia de Roma a causa de su empeño en demostrar
sus sistemas heliocéntricos.
Parece haber una desafortunada
conexión, que ha perdurado en el tiempo, entre la necesidad de las religiones
en hacer perdurar las grandes lagunas de ignorancia que padece el conocimiento
científico, sobre todo para asentar las bases de sus doctrinas místicas, y la
necesidad metodológica de la ciencia para encontrar esas mismas lagunas del
desconocimiento con la intención de dirigir sus investigaciones. El místico, el
religioso es feliz en el desconocimiento, en el misterio, y pretende que este
se mantenga para mayor gloria de su doctrina; mientras el científico busca
desesperadamente la verdad y, aunque los resultados de sus investigaciones no
le lleven a buen puerto, el sólo hecho de haberse acercado acaso un poco a una
solución, e incluso la obligación a reconducir radicalmente su trabajo como
consecuencia del éxito de otro colega, le da motivos de satisfacción.
Por eso la creencia en lo divino bajo
la base de la indemostrabilidad resulta absurda, e incluso ofensiva para alguien
con una mentalidad científica. Sin embargo cuando un científico encuentra una
solución a un dilema místico la comunidad religiosa históricamente se ha enfrentado
con uñas y dientes contra lo que dan en llamar blasfemia, y que no es más que
ciencia. La mentalidad es distinta: unos buscan la verdad y otros no la
necesitan. Ya creen tenerla o, en todo caso, lo que tienen les parece
suficiente. En resumen, y para terminar de dejar la religión a un lado,
reproduzco las palabras de Thomas Jefferson sobre esa obsesión religiosa contra
la ciencia:
«Los sacerdotes de las diferentes
sectas religiosas tienen pavor al avance de la ciencia como las brujas temen a
la llegada del amanecer, y fruncen el ceño cuando el fatal heraldo anuncia el
quebrantamiento del engaño en el que viven.» Thomas Jefferson 3er presidente de EEUU
— No yo
no creo en las religiones, pero sé que Dios existe. Lo siento en mí. Es una
energía, una sensación de plenitud que no se puede explicar, pero que no me
deja dudas de que hay algo, algo que me guía y me aconseja. Que me ayuda y da
fuerzas cuando más lo necesito. No puedo explicarlo pero sé que hay algo.
— Pero
con ese argumento existiría un Dios para cada persona, una creencia religiosa a
la carta para cada ser y sus circunstancias.
— Es
posible, pero está ahí… lo siento muy cercano.
— Bien…
y porque no lo llamamos personalidad, conciencia, ética, moral, espiritualidad…
no sé. ¿Por qué esa obsesión en llamarlo Dios?
— Si no
hubiera un dios que nos guía, que mueve los hilos de la moral y de la ética
¿Qué nos impide ser malos, matar, robar, etc…? El ser humano necesita a Dios…
— ¿Tu
qué opinas hijo?
— Ya sé
por dónde vas papi. Entonces Dios es el amigo invisible de estos señores…
—
Hombre, yo no diría tanto… pero si, se podría decir así. Digamos que el ser
humano, como te he explicado al principio de este rollo, es muy, muy joven con
respecto a la edad del universo. Lo que yo creo es que somos tan pequeños que
necesitamos inventarnos un señor mayor que nos guía y ayuda. Lo de menos son
los preceptos que exige su amistad, lo importante es que está ahí, siempre. Llevándonos
de la mano.
— ¡Como
cuando yo era pequeño!
— Si
hijo… que bonito eres… Claro, como cuando eras pequeño. ¿Te acuerdas cuando
hablabas con los niños mayores y les decías que tu hombre invisible tenía un
nombre y se reían?
— Si
papá, eran tontos.
— Por
eso no hay que reírse de los demás porque crean tener un amigo invisible. Solo
estamos asustados y necesitamos apoyo. Además tampoco estás seguro de que no
exista ese amigo imaginario… De hecho es bastante probable que exista, lo que
pasa es que yo no lo llamaría Dios, y desde luego lo consideraría un amigo, un
apoyo, no alguien a quién debo nada… ¿Lo ves? ¿Lo comprendes?
— Si
papi, respetar a los demás… me lo has dicho muchas veces
— Eso
sí, exigir el respeto a la necesidad de buscar tus propias preguntas, tus
propias respuestas… también es importante.
«El hombre, en su
orgullo, creó a Dios a su imagen y semejanza» Friedrich Nietzsche
En todo caso contra el argumento
irracional, por poco razonado, de un Dios sobrenatural, creador del universo y
el cosmos que no tiene límite ni origen, se da la complejidad absurda de su
propia existencia, que resulta tan poco probable como su propio argumento
anuncia. Es decir: si debe existir un creador porque no existe explicación
científica al origen del universo… ¿Quién creó al creador? ¿Por qué su origen
no resulta igual de absurdo que su explicación? Si es necesario una
inteligencia creadora para explicar la complejidad del universo… ¿No es
necesaria una mente creadora aun más compleja que su obra para explicar al
creador? La regresión es infinita y la dudosa consistencia del argumento ya era
puesta en duda hace unos siglos como demuestra este fragmento de origen hindú.
«Algunos necios
declaran que un Creador hizo el mundo. La doctrina de que el mundo fue creado
es equivocada y hay que rechazarla. Si Dios creó el mundo, ¿dónde estaba Él
antes de la creación?... ¿Cómo pudo haber hecho Dios el mundo sin materiales?
Si dices que los hizo primero y luego hizo el mundo te enfrentas con una
regresión infinita...» Mahapurana.
Habría que recordar que existen un
gran número de religiones que se podrían definir no-teístas, es decir que no
creen en un dios creador, omnipotente y absoluto, como el budismo, jainismo, el
taoísmo y el confucianismo y que tienen como doctrina una base puramente ética
y meditativa. El origen de estas religiones es bastante más antiguo que las
occidentales y son creadas como fruto de sociedades respetuosas con el
conocimiento, con la sabiduría, de códigos muy estrictos en cuanto al decoro y
dignidad individual se refiere. Es cierto que aceptan la existencia de dioses,
pero desde el punto de vista que, por ejemplo, Platón empleó para enunciar su
mundo de las ideas, es decir; ejemplos de excelencia espiritual. En ningún
momento se habla de un Dios único, creador del universo.
En cuanto al argumento de la bondad
universal dirigida o al menos condicionada por la creencia en un ser divino…
bueno. Creo que la propia historia de la crueldad religiosa –en todas las
religiones…, todas- deja por los suelos dicho argumento, y aunque existen argumentos
puramente darwinistas mucho más que demostrables creo que me llevaría otro
artículo, al menos, su explicación. Básicamente tiene que ver con la necesidad
del ser humano de colaborar para sobrevivir y el inteligente colectivo que hace
que, incluso en hábitats humanos más que agresivos, los componentes de dichos
hábitats se respeten en aras de dicha colaboración… pero vamos: tampoco es que
el ser humano seamos unos santos y, desde luego, no existe una correlación
entre bondad y religiosidad lo suficientemente consistente como para hacer de
ello un argumento de la existencia de un Dios moral. Esa al menos es mi
opinión.
— Pero
papá, entonces ¿No crees que dios exista?
— No
cariño, no creo que exista, aunque tampoco tengo argumentos para decir que no
exista. En realidad hay tantas posibilidades de que lleguemos a saber si existe
como posibilidades hay de que todo el universo esté comprimido en una mota de
polvo que viaja a velocidades que ni siquiera suponemos encima de un peluche y
que, en manos de una madre de otra dimensión, está a punto de ponerse a lavar
en una lavadora… No parece posible que esto sea una realidad, pero tampoco
nadie tiene pruebas para refutarlo. En cualquier caso si tras terminar mis días
resulta que me planto en ese cielo católico, en esa otra vida musulmana o en el
mismo infierno judío no perderé oportunidad de preguntar a ese hipotético Dios
por qué no lo hizo un poco mejor, para qué tanto sufrimiento…. De hecho quiero
terminar esta pequeña aportación a tu formación cariño con una frase de alguien
al que te recomiendo que leas y que siempre tengas en cuenta. Te quiero hijo.
«Si Dios existe
espero que tenga una buena excusa…» Woody
Allen